“El
que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena
de prisión de diez a quince años”. Esto es lo que establece el
artículo 138 de nuestro vigente Código Penal. Hasta el artículo
143 se conforma el Título II del Libro II que, bajo la rúbrica “Del
homicidio y sus formas”, agrupa todas las modalidades de privar de
la vida a otro ser humano que nuestro ordenamiento contempla como
punibles.
En
el cine son múltiples las ocasiones que tenemos de ver
procedimientos penales cuyo epicentro es el homicidio. Bien es cierto
que, en la mayoría de las ocasiones, nos solemos encontrar con
juicios a la americana. Eso va a significar una enorme diferencia con
nuestro sistema penal en todos los sentidos, como la tipología
delictual, el procedimiento, las enormes diferencias existentes entre
las legislaciones penales de cada uno de los Estados Unidos y, sobre
todo, el mayor de los problemas, la falta de rigor jurídico.
Jugando
con esas enormes diferencias me gustaría proponer un pequeño
divertimento (sin ahondar en exceso en tecnicismos jurídicos para no
aburrir a los legos en la materia): repasar de un modo asistemático
algunas cintas famosas y ver lo que hubiera sucedido en el caso de
haberse juzgado el delito en la España de hoy. ¿Me acompañan?
Blair
Underwood (abogado en “La ley de Los Ángeles”) en “Causa
justa” es un reo condenado a la pena capital. Admirablemente
defendido por uno de mis actores favoritos, Sean Connery, consigue la
libre absolución. En la España de hoy habría sido condenado a una
pena de entre 20 y 25 años por haber cometido el asesinato con
alevosía (emplear en la ejecución medios, modos o formas que
tiendan a asegurarla) y ensañamiento (aumentar deliberada e
inhumanamente el sufrimiento de la víctima). Diferencia
considerable, pero nunca podemos dejar de lado una consideración
importantísima, que en nuestro país la condena más elevada no
sobrepasa los 30 años y, por supuesto, no existe la pena de muerte,
ni tan siquiera en tiempo de guerra. Kate Capeshaw (señora de
Spielberg en la vida real y de Connery en la ficción) y Lawrence
Fishbourne completan un buen reparto para una película con un final
algo excesivo.
En
“Doce hombres sin piedad” nos encontramos con una situación
similar. Un joven es acusado del asesinato de su padre y un jurado de
doce hombres (varones todos) deben determinar su culpabilidad o
inocencia. Se está jugando la pena máxima. Aquí no habría
conseguido una condena superior a 20 años, sin contar con la
aplicación, más que probable, de alguna circunstancia atenuante
como el arrebato u obcecación. No puedo resistir la tentación de
hablar algo más sobre una de las joyas del cine jurídico. Sydney
Lumet (un habitual del género) dirige una adaptación de la obra
teatral de Reginald Rose encabezada por dos estrellas, Henry Fonda y
Lee J. Cobb. Ambos representan dos polos opuestos, la comprensión y
la intransigencia. Durante poco más de hora y media vemos cómo
Henry Fonda consigue convencer, uno a uno, a los demás jurados de la
inocencia del acusado, hasta llegar al hueso más duro. Pero Lee J.
Cobb termina por derrumbarse, rodeado por las cuatro paredes entre
las que se desarrolla la práctica totalidad de una acción que en
ningún momento se torna claustrofóbica, debido quizás al continuo
y lento movimiento de las cámaras por toda la sala de deliberación.
El resto... es mejor verlo.
En
“Anatomía de un asesinato” James Stewart es el abogado defensor
de Ben Gazara que, acusado de asesinato, en España habría tenido
que hacer frente a una petición de condena de 10 a 15 años de
prisión, aunque podría caber la apreciación de la legítima
defensa como eximente o tan solo como atenuante. Los requisitos para
que pueda ser tenida en cuenta son: agresión ilegítima, necesidad
racional del medio empleado para impedirla o repelerla y falta de
provocación suficiente por parte del defensor.
Hay
un conjunto de filmes que tocan el tema dentro del ámbito militar.
Son los consejos de guerra. “El sargento negro” y “Algunos
hombres buenos” son buenos ejemplos. En ambos los acusados se están
jugando importantísimas condenas que, en nuestros días, no les
harían acreedores de sentencias superiores a los 20 años de cárcel.
En la primera de ellas Woody Strode es acusado de matar a una joven.
En la segunda Demi Moore y Tom Cruise son los abogados defensores de
dos militares acusados de la muerte de un compañero de armas como
consecuencia de la aplicación de una medida de corrección
disciplinaria conocida como “código rojo” y ordenada por su
superior, Jack Nicholson.
No
puedo terminar este artículo sin hacer mención de dos cintas
interpretadas por mi actor favorito: Spencer Tracy. En “Furia”
Fritz Lang le convierte en un hombre supuestamente asesinado en un
linchamiento. Los cabecillas son juzgados como instigadores del
crimen, lo que en España le hubiera costado un máximo de 15 años
entre rejas. “La costilla de Adán” es una deliciosa comedia en
la que Tracy cambia de papel y se convierte en el fiscal de una causa
defendida por su propia esposa, su compañera en la vida real
Katherine Hepburn. La acusada es sometida a un proceso por intento de
asesinato. Según la conversión espacio-temporal propuesta, la pena
máxima habría sido de 20 años, teniendo en cuenta que estamos ante
un delito en grado de tentativa y que en España existe una
circunstancia modificativa de la responsabilidad que es el parentesco
y que puede ser considerada tanto una agravante como una atenuante,
dependiendo del caso concreto.
Todas
las películas mencionadas no son más que unas pocas muestras de lo
que podrían haber diferido las sentencias de ficción con las
hipotéticas de la realidad en la España actual. Pero las
diferencias van mucho más allá. El mazo de los jueces americanos se
convierte en una campanilla en nuestro país. Nuestras togas,
insignias y puñetas se transforman en simples trajes oscuros. Sus
doce miembros del jurado se reducen a nueve como por arte de magia.
La agresividad, rayana en la vehemencia, de las defensas
norteamericanas se torna en prudencia y elegancia lingüística. El
procedimiento instruido por fiscales pasa a serlo aquí por jueces.
Y, como dato más paradigmático, nosotros no usamos la archiconocida
fórmula de “PROTESTO”, con sus variantes de “irrelevante”,
“argumentativo”, “aún no ha sido probado” y tantas y tantas
otras.
Espero
que este corto juego haya sido entretenido. La Justicia no suele
serlo y, por supuesto, nunca es un juego.